lunes, 17 de enero de 2011

La pisada


A veces las pisadas, por muy tenues que deseemos sean, crujen.
No depende de nuestros sentidos, o del buen calzado, dependen del suelo. El maldito suelo puede contener mil y un elementos que distorsionan el silencio. No sé porqué tergiversada ley física aunamos silencio y oscuridad, como si ambas, entrelazadas, nos condujeran a un estado de paz relativa.
Cuando agarré la cinta de la persiana y con mucho cuidado tiré de ella la habitación quedó ennegrecida, levemente, entre luces y sombras provocadas por los orificios que en la parte superior la persiana dejaba. Pasé junto a la cama, ella permanecía desnuda, apenas cubierta por la sábana, dejando entrever sus pechos y una pierna. Todavía olíamos a sexo, nuestros labios, los dedos que habían recorrido palmo a palmo nuestros cuerpos, ese sabor que mezcla la saliva, el sudor y un débil salado; casi no la conocía, pero las pelirrojas me ponen, son mi debilidad, me acerque a ella y le besé el ombligo, fetiches, pero debía ser la primera y última vez que nos viésemos, demasiadas trabas en el mundo exterior para un riesgo como este. Sabía que si despertaba caería de nuevo sobre su cuerpo y la historia no concluiría, así que me incorporé decidido a irme, cuando al pisar en el suelo una escueta, vibrante y leve explosión sonó bajó mis pies que hizo despertarla; volvimos a follar, una y otra vez y me llevé a la ruina moral. Nunca, nunca más dejé los condones tirados junto a la cama.